domingo, 15 de noviembre de 2015

¿Con qué cara hablo con Dios después que le fallé?


Recuerdo muy bien una experiencia que pasé cuando era niño. Tendría quizá aproximadamente unos 9 años de edad. Mis padres eran dueños de una fábrica de jugos de naranja y agua purificada. Los productos se vendían en muchas partes del territorio de Petén, Guatemala. A esa edad mi pasión y curiosidad por aprender a manejar crecía más y más, así que uno de los choferes empleados se tomó la libertad de enseñarme.

Al poco tiempo grité a los cuatro vientos que ya sabía cómo conducir, pero dejé de hacerlo cuando choqué el vehículo al dejar que mis emociones y adrenalina me llevaran a pisar el pedal del acelerador a todo lo que daba. La excusa que le di a todos fue, “¡El carro no tiene frenos!” Nunca olvidaré esta experiencia. Y tampoco olvidaré los correazos que también me gané esa mañana. Solamente puedo decir que no me quedaron ganas de tocar el volante de un carro por los próximos 5 años.

Menciono esta historia porque todos hemos sido disciplinados o castigados de una u otra forma. Desafortunadamente estas experiencias han dañado la forma en la que vemos y nos relacionamos con Dios. En otras palabras, vivimos en una sociedad y un mundo que nos arrebata privilegios, se nos castiga, y nos aíslan (time-out) cuando cometemos algo incorrecto. Esto nos ha llevado a pensar que cuando le fallamos a Dios, cuando pecamos contra Dios, Él de la misma manera nos arrebata privilegios, castiga, y se aleja de nosotros. Pero, Bíblicamente, la realidad es otra.

Génesis 3 nos informa que cuando Adán y Eva comieron del fruto prohibido, al oír el andar de Dios por el jardín, ellos se “escondieron de su presencia entre los árboles.” Jonás, por otra parte, cuando desobedece a Dios, decide levantarse “para huir a Tarsis, de la presencia del Señor.”[1] También puedo pensar en un personaje que el Libro de Lucas nos relata. Esta persona era de baja estatura, considerado traidor por la población Judía ya que trabajaba para el gobierno Romano, y también tenía la fama de ser ladrón. La sociedad lo había aislado, y al él estar cerca de Jesús, Zaqueo mantuvo su distancia del Salvador.[2]

Al considerar la situación de cada uno de estos héroes bíblicos podemos entender que el enemigo ha hecho un buen trabajo al hacernos creer que Dios se aleja de nosotros cuando nos portamos mal. Pero la realidad es otra. Dios buscó a Adán y Eva cuando estos pecaron. Lo hizo de la misma manera con Caín. Con el mismo amor estuvo detrás de Jonás a pesar de su rebeldía. Y Jesús simplemente le pidió a Zaqueo pasar tiempo con él en su casa. Es por eso que debemos estar convencidos que el pecado nos puede separar de Dios pero Dios nunca se separa de nosotros.

Ante los ojos de nuestro Jesús nadie es más pecador que otro. Todos tenemos nuestras propias batallas, y Él está dispuesto a pelearlas por nosotros (Éxodo 14:14).[3] Entonces, ¿Con qué cara hablar con Dios después que le hemos fallado? Con la cara del corazón sincero y dispuesto a aceptar su perdón. El precio ya fue pagado en la cruz. El perdón y las fuerzas para vencer ya están disponible. Solamente es cuestión de aceptarlos. El mismo Dios te lo dice en Jeremías 3:1,

“Si alguno se divorcia de su esposa, y ella se casa con otro hombre. ¿Volverá el primer esposo a ella? Tú has fornicado con muchos amantes. SIN EMBARGO, vuélvete a mi –dice el Señor–.“

No permitas que el pecado te aleje de Dios. Dios está presente.

Al servicio del Maestro,

-Ptr. Sergio Ochaeta



[1] Jonás 1:3
[2] Lucas 19
[3] “El Señor peleará por vosotros. Estad tranquilos”