Recuerdo
muy bien una experiencia que pasé cuando era niño. Tendría quizá
aproximadamente unos 9 años de edad. Mis padres eran dueños de una fábrica de
jugos de naranja y agua purificada. Los productos se vendían en muchas partes
del territorio de Petén, Guatemala. A esa edad mi pasión y curiosidad por
aprender a manejar crecía más y más, así que uno de los choferes empleados se
tomó la libertad de enseñarme.
Al poco
tiempo grité a los cuatro vientos que ya sabía cómo conducir, pero dejé de
hacerlo cuando choqué el vehículo al dejar que mis emociones y adrenalina me
llevaran a pisar el pedal del acelerador a todo lo que daba. La excusa que le
di a todos fue, “¡El carro no tiene frenos!” Nunca olvidaré esta experiencia. Y
tampoco olvidaré los correazos que también me gané esa mañana. Solamente puedo
decir que no me quedaron ganas de tocar el volante de un carro por los próximos
5 años.
Menciono
esta historia porque todos hemos sido disciplinados o castigados de una u otra
forma. Desafortunadamente estas experiencias han dañado la forma en la que
vemos y nos relacionamos con Dios. En otras palabras, vivimos en una sociedad y
un mundo que nos arrebata privilegios, se nos castiga, y nos aíslan (time-out)
cuando cometemos algo incorrecto. Esto nos ha llevado a pensar que cuando le
fallamos a Dios, cuando pecamos contra Dios, Él de la misma manera nos arrebata
privilegios, castiga, y se aleja de nosotros. Pero, Bíblicamente, la realidad
es otra.
Génesis
3 nos informa que cuando Adán y Eva comieron del fruto prohibido, al oír el
andar de Dios por el jardín, ellos se “escondieron de su presencia entre los
árboles.” Jonás, por otra parte, cuando desobedece a Dios, decide levantarse
“para huir a Tarsis, de la presencia del Señor.”[1]
También puedo pensar en un personaje que el Libro de Lucas nos relata. Esta
persona era de baja estatura, considerado traidor por la población Judía ya que
trabajaba para el gobierno Romano, y también tenía la fama de ser ladrón. La
sociedad lo había aislado, y al él estar cerca de Jesús, Zaqueo mantuvo su
distancia del Salvador.[2]
Al
considerar la situación de cada uno de estos héroes bíblicos podemos entender
que el enemigo ha hecho un buen trabajo al hacernos creer que Dios se aleja de
nosotros cuando nos portamos mal. Pero la realidad es otra. Dios buscó a Adán y
Eva cuando estos pecaron. Lo hizo de la misma manera con Caín. Con el mismo
amor estuvo detrás de Jonás a pesar de su rebeldía. Y Jesús simplemente le
pidió a Zaqueo pasar tiempo con él en su casa. Es por eso que debemos estar convencidos
que el pecado nos puede separar de Dios pero Dios nunca se separa de nosotros.
Ante
los ojos de nuestro Jesús nadie es más pecador que otro. Todos tenemos nuestras
propias batallas, y Él está dispuesto a pelearlas por nosotros (Éxodo 14:14).[3]
Entonces, ¿Con qué cara hablar con Dios después que le hemos fallado? Con la
cara del corazón sincero y dispuesto a aceptar su perdón. El precio ya fue
pagado en la cruz. El perdón y las fuerzas para vencer ya están disponible. Solamente
es cuestión de aceptarlos. El mismo Dios te lo dice en Jeremías 3:1,
“Si alguno se divorcia de su esposa, y ella se casa con otro hombre. ¿Volverá el primer esposo a ella? Tú has fornicado con muchos amantes. SIN EMBARGO, vuélvete a mi –dice el Señor–.“
No
permitas que el pecado te aleje de Dios. Dios está presente.
Al
servicio del Maestro,
-Ptr.
Sergio Ochaeta
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